El mejor desayuno del mundo en la costa del Mar Egeo
Despertamos con el murmullo del mar y el canto de gaviotas que son mucho menos bulliciosas que las nuestras. Se agregaba el ruido lejano de muchas manos que barrían los patios con brazos engalanados de múltiples pulseras de oro de 24 kilates. No había tiempo que perder si queríamos disfrutar de esa costa con milenios de historia. Ese día no quisimos comer lo mismo, aceitunas y té, así que, con hambre de fin de primavera, decidimos que tomaríamos desayuno en el camino. A. partió manejando por las callejuelas Ayvalik como un experto. Con su rostro chileno-croata se parecía tanto a los turcos que casi nos habían llevado presos en Estambul por no saber contestar en su idioma a un policía. Era un día radiante y el camino serpenteaba como una cinta de plata. El mar centelleaba a lo lejos, al pie de los acantilados. El viaje era plácido a esa hora, pero casi todo estaba todavía cerrado. Un pequeño boliche oscuro con una también pequeña puerta entreabierta anunciaba dudosos placeres culinarios, así que decidimos seguir, a pesar de las protestas de nuestros estómagos. Yo había soñado antes con el lugar y el día, quién sabe cuándo y anuncié: no se preocupen, sigamos, que ya vamos a encontrar el lugar preciso. Será una casita blanca, les dije, rodeada de cardenales de colores, con vista al mar, no se preocupen, que ya aparecerá. De pronto, a la vuelta de un cerrito, ahí estaba. Una casita blanca, de un piso, rodeada de cardenales de todos colores, bajo el ardiente sol del Mar Egeo, frente al mar. Un señor de mediana edad estaba abriendo recién y barriendo la entrada. Nos vio llegar con sonrisas radiantes y cara de hambrientos. Nos hizo pasar al gran comedor vacío con mesitas de manteles albos. Dispuso la mesa y vimos, como en un sueño, aparecer los manjares. Miel de sus propios panales, queso fresco hecho por su mujer, tomates de su huerta, aceitunas pardas y crujientes, pan pidde recién sacado del horno, grande, ovalado y fragante. Y té. Nada más. Todo perfecto, la vista, los cardenales de colores, la brisa suave que se colaba desde el mar, el brillo del mar y de nuestras miradas satisfechas por estar tomando el mejor desayuno del mundo en el medio de un sueño soñado antes de visitar Turquía por primera vez.